02 septiembre 2007

La llama destructora

Los fueros del amor se complacen a través de los sentidos, entre los territorios del cuerpo y del alma. Energía creadora y destructora, propia del hombre, cuya cercanía a la sexualidad instintiva, suele dotarla de ciertos rasgos carentes de sentido o razón. Por ello, no es ilógico que quien dice amarte sea el mismo que pueda destruirte.
La sabiduría popular (término retahílico pero cierto) reza que “del amor al odio hay sólo un paso”. Ciertamente, estos pasos son cortos y próximo, pero por sobre todo, precisos. El hombre puede destruir lo que ha construido con sus manos. Las mismas manos que acarician son las que pueden apretar tu cuello hasta el desfallecimiento. Es el “lado oscuro”, la sombra jungniana, el recinto de la violencia y la destrucción; pero no hablamos de una destrucción previa a la creación, similar a la quema que se requiere para preparar el terreno a una nueva siembra, hablamos de la destrucción definitiva, la devastación total.
Es una destrucción socialmente condenada por los grados de violencia que puede manifestar en sus extremos. El parricidio, los crímenes amorosos y el suicidio son sólo algunos de los ejemplos que muestran el alcance de este Tánatos Siniestro.
Las posibilidades de sufrir cuando se “ama” son infinitamente mayores porque éste es un acto de total entrega. Creemos que amar son “dos que se convierten en uno”, para así convertirse en un acto de posesión y pertenencia que subyuga al amado en objeto, objeto de tus pasiones. Revelar el sentido de la posesión es mostrar la diligencia de los temores y los registros de la muerte. Por encima de estos se encuentra el miedo a no ser reconocido, dejar de existir porque no hay nadie que nos mire. Es el miedo a la soledad. Juntos podemos enfrentar a la muerte porque alguien habrá de encargarse de nuestro cuerpo cuando ésta aparezca. Solos jamás podremos observar nuestros demonios. El miedo a la soledad hace que se formen familias, amistades, compromisos, trabajos y demás “estructuras” sociales que nos alejen… que nos permitan esquivar al vacío.
A este sentimiento de vacío, característico de la naturaleza humana, Bataille –cuyo nombre no me cansaré de repetir – lo denomina discontinuidad. Un “egoísmo cínico” que se esconde detrás de la incondicionalidad del amor. Todos somos discontinuos, la diferencia radica que mientras algunos toman conciencia de su discontinuidad y con ella su individualidad, separándose del común a través de la aceptación de la soledad, otros se sumergen en el colectivo, en las generalidades del amor, con sus clichés y sus cuentos desgastados; ellos, los discontinuos peligrosos son los mismos que creen, como dijo Jaime Sabines, en el amor como una “lámpara de inagotable aceite”. Los “amorosos” ríen y señalan lo errado de esta sentencia. En la otra esquina habremos de encontrar los que matan al amor con alambres de costumbres y aburrimientos, la rutina y la monotonía de los cuerpos. La eterna angustia en que vive el supuesto amante declara la perturbación que supone encontrarse sin el otro. Tener, dominar y poseer al amado supone el control de la discontinuidad. El apaciguamiento de los demonios.
Cuando ocurre la separación y con ella la pérdida, el individuo discontinuo regresa a la negada soledad, con ella habrá de llegar la evasión del sufrimiento a través del “despecho”. Pero, hay despechos dignos, son los productivos, los que subliman el dolor en la creación.
La violencia del sufrimiento atrae las sombras, llega la destrucción y la desolación. En esta nefasta etapa rompemos fotografías, porque sólo con un signo físico podemos desaparecer parte del intangible recuerdo. Así mismo, aparece el insulto, la blasfemia y todo lo que pueda producir el rencor hacia el EX–amado. Lo declaramos culpable y verdugo de nuestro dolor. La ilusoria promesa de un amor eterno, el “ser felices para siempre”, ha desaparecido y con ella nuestra supuesta continuidad, la misma que creímos hallar, negando la discontinuidad, con nuestra “media naranja”.
Pasarán los años, quizá sobrevenga el olvido pero la aparición de un ínfimo recuerdo traerá a la memoria el dolor dormido. En el peor de los casos el tiempo no vasta para sanar. La pasión pide muerte, o sea, la desaparición total del “objeto” amado. La negación no es suficiente, es por ello que apelamos al caos total. La llama que habrá de realizar este sacrificio, el dolor, la que te destruye poco a poco, la misma que creemos fue encendida por el otro durante el abandono, será la encargada de efectuar este trabajo. Lo que pocos reconocen es que el fuego viene desde su propio interior. El lugar donde se aloja el dolor, la negación, la posesión, los celos, el colectivo que niega la individualidad, la muerte, la soledad es la casa de nuestro lado oscuro… ¿quién tiene el valor de verse en este espejo?… ¿quién habrá de reconocerlo?... ¿de negarlo?

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