A tus ojos los llamo por su nombre,
cuando lo hago
saltan y menean la cola mientras me observan;
algunas veces pierden el equilibrio
estrellándose contra la hendidura de tu cuello
cual granadas abiertas…
desaparecen.
Si tengo paciencia espero su retorno,
me aburren,
siempre cuentan la misma historia
sobre la princesa que se tragó al sapo,
son insoportables,
devoran la vida a pedazos con cada palabra;
cuando ocurre quiero tomar mis tijeras,
sacarlos y meterlos en la bolsita negra que llevo conmigo,
lo evito y callo.
Ayer, pasé por tu cuerpo y no estaban,
en su lugar colgaste un letrero que decía “fuera de servicio”,
escribí una nota que metí por tu orbita derecha
donde un par de rosas azules
gritaron que te habías ido a buscar balas de plata
para meterle a tus iris
como remedio contra el recuerdo.
Quizá, hoy me digas de una vez por todas
qué haces con tanta ceguera.