Decía el poeta colombiano, Luis Vidales, que como escribir era lo más parecido a un parto, él siempre escribía acostado. Vidales tenía toda la razón: escribir, como parir, trae consigo: dolor, frustración, anhelo, placer, y mucha, pero mucha, transpiración -ya sea antes, durante o después de hacerlo. Escribir es lo más cercano que se puede estar a la creación como característica propia de los dioses, y a la que sólo puede accederse a través del arte o del sexo. Porque escribir nos hace más humanos y por lo tanto más vulnerables. Nuestro único indulto y aliciente será la palabra.
Me atrevo a pensar que escribir es el privilegio de una minoría a la cual, y ténganlo por seguro, no pertenezco;yo no sé escribir.
Para escribir -hablo de escribir bien- hay que manejar lo que considero es un arte de pocos; aunque sean muchos los que dicen saber hacerlo. Con el perdón de quienes dicen serlo, manifiesto que desconfío de todo aquel que se autocalifica: “escritor”. Pareciera que este título es garantía de prestigio y hasta de conquista porque hay quienes consideran que ser escritor es ser sexy o “hots”. Parafraseando a Sabines: “¿Por qué será que los escritores no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?”. De esa forma sería más fácil identificarlos.
Si te llaman escritor corres el riesgo de transformarte en la clase de hombres que dominan la técnica pero no la sustancia. Se puede escribir un informe, una nota o una carta, pero esto no será otra cosa que saber redactar. Escribir exige trabajo y disciplina, un sacrificio tan grande que quienes hacen de esto una profesión no pueden ser llamados sino locos. En la pluma no existe nada que apele a la razón, nada a lo que puedas asirte con seguridad mientras estás al borde del abismo; todo lo contrario, su ejercicio exige el más profundo de los sinsentidos porque trabajas con la mayor de las subjetividades, es decir las sensaciones humanas.
Ésta actividad no es otra cosa que una mala costumbre, tan mala como el fumador que se atreve a encender un cigarro en el hospital. Ese ser desalmado que no piensa en el resto sino en sí mismo, que vive para el placer inmediato pero que en el minuto siguiente necesita uno más para poder subsistir. Ese ser es el escritor, un hombre que posee la mala costumbre de apelar a las soledades, al egoísmo y al estigma de su propia perdición. Escribir es una pasión, que como las buenas pasiones, te consume y te redime, transformándote en un holocausto que ha de asarse mejor entre el dolor, la agonía y, muy pocas veces, la felicidad. Y se está solo. Aquí sólo habrá cabida para ti y tus demonios además de la introspección necesaria para reconocerte y reconocerlos. Una cita existencialista que algunos disfrutan estando a la luz de una vela, tomando una copa de vino y fumando pipa, aunque al final sólo hayan escrito una cuartilla.
Quien se atreve a vivir de este arte, se convierte en un soñador para quien la claridad sólo existe en los sueños y no en la realidad que se alimenta con la infranqueable búsqueda de la palabra perfecta que ha de expresar lo que quieres. Este es un camino en el que nadie puede ayudarte, mucho menos acompañarte, cada quien escogerá el suyo propio. Eso sí, este camino debería iniciarse desbordado en la ambición (por no decir autoengaño) de que sí puedes hacerlo porque gozas del talento y del conocimiento necesario. Mientras camines sospecha de todo y de todos, incluso de ti mismo pero jamás dudes de lo que produces.
Increíblemente, a estas alturas cuando crees saber de qué trata este arte, escribir se hace más difícil que cuando creías hacerlo sin el conocimiento necesario. Al parecer, cuando éste al fin llega no te queda más que reverenciar y temer a la escritura como si se tratara de un dios, para finalmente comprobar que quién tiene arte no necesita ni Dios ni religión, sólo basta con respetarlo y creer.
Si pensaban que esto se trataba de algunas palabras de aliento para quienes ven en esto un oficio, creo que se han equivocado de lectura; todo lo contrario, hasta ahora mi intención no ha sido otra que apelar a la desesperanza para quienes escribir no es otra cosa sino palabras y frases bellamente estructuradas. Honestamente, considero que no existen mejores palabras que las que un día escribiera Gustave Flaubert en sus correspondencias:
“trabaja, trabaja, escribe todo lo que puedas, tanto como tu musa te arrastre. Es el mejor corredor, la mejor carroza para avanzar en la vida. El cansancio de la existencia no nos pesa sobre los hombros cuando componemos. Es cierto que los momentos de fatiga y de descanso que vienen después son terribles; pero ¡mala suerte! Más vale dos vasos de vinagre y uno de vino que un vaso de vino aguado (…) ¡qué importan nuestras molestias, nuestros desánimos, nuestra lentitud de ejecución y el consiguiente malestar por la obra si siempre avanzamos! ¡Si subimos, qué más da el fin! ¡Si galopamos, qué más da el albergue! ¿No es este perpetuo sinsabor una garantía de delicadeza, una prueba de Fe? (…) Hay que escribir siempre si se desea. Trabajemos, pues, si nos lo dice el corazón, si sentimos que la vocación nos arrastra; en cuanto al éxito material, grande o pequeño, que podamos obtener, es imposible establecer ninguna predicción. Los más astutos (aquellos que presumen de conocer al público) se equivocan todos los días”.