06 marzo 2008

Ella

Hará cosa de un año que conocí a madura mujer de bondadoso carácter y acomodada posición. Su esposo había muerto tras una dolorosa y prolongada enfermedad; mientras, sus tres hijos, ya hombres y mujeres profesionales y con hogares establecidos, pocas veces la visitaban ante el hecho de vivir en ciudades diferentes. Ante este panorama, podrán ustedes imaginar que a esta señora sólo la costumbre y la soledad la acompañaban.

A pesar de sus casi 60 años, los mismos que ella gustaba recalcar insistiendo que le quedaban menos de cinco de existencia, no podría decir que esta mujer era vieja. A pesar de su obstinación por los deberes de un estancado hogar ejemplar, su cuerpo jamás se dejó marchitar por la cocina y los años; todo lo contrario, era admirable ver como se complementaba la lozanía y suavidad de su piel con la profundidad de sus grandes ojos negros que hacían de ella una hermosa y exótica mujer de elegante y cautivador porte.

Contrastando con aquella agraciada imagen se encontraban los interminables días de esta mujer. Uno y otro se apretujaba en el calendario sin ofrecer sorpresa alguna. Los días de baile y alegría de juventud, cedieron ante un imprevisto matrimonio, la llegada de los hijos, después, los nietos, y ahora, a la extraña sensación de viudez que tanto pesaba; pero no por un marido, sino por el luto que queda al llorar la muerte de su propia vida. Sólo quedaban los recuerdos, y el sabor amargo de aquellos años que regresaban cuando por las tardes observaba el horizonte a través de la ventana más alta de su casa mientras escuchaba una y otra vez un disco de La Lupe que su mejor amiga le había regalado varios años atrás. Quizá fue aquel hechizo musical que no le permitió ver el auto estacionado frente a su casa; sólo el escuchar el grito de su nombre pudo sacarla de aquel extraño trance. La visitante no era otra que la hija mayor de su comadre y amiga, quien ante la última voluntad de su madre había viajado largamente para entregar un regalo a aquella mujer. Al verla, una lágrima descendió por su mejilla, mientras que una alegría dormida la impulsaba a bajar corriendo las escaleras mientras repetía el nombre de su compañera.

Un abrazo fuerte y eterno confirmó el inesperado encuentro. El saber que aquel regalo no era otra cosa que las tarjetas, cartas y juguetes que compartieron durante su juventud, hizo que el hueco que le colgaba en el pecho se extendiera a todo su cuerpo.

Aquella tarde, ambas mujeres la pasaron hablando de historias y recuerdos. Al parecer, y sin importar la diferencia de edad, la vida las había unido con felicidades, dolores, pérdidas y nostalgias; las mismas habían desfilado delante de sus ojos hasta ocupar parte de la noche. Por el arribo de las horas y ha sabiendas que en un hotel no estaría tan cómoda como en su casa, decidió invitar a la joven para que se quedara a dormir. Antes prepararían juntas una espléndida cena, la cual al ser puesta le reveló que por primera vez en diez años dos platos ocupaban un lugar en aquella amplia mesa.

Las largas horas de recuerdos sólo trajeron consigo la confirmación de lo grande y sola que se le hacía aquella casa. Por mucho tiempo había evitado enfrentar la sentencia de que su felicidad estaba forjada en el bienestar de otros, esos quienes ahora la llenaban de tristeza. Sólo el llanto parecía distraerla del dolor, quería que la noche trajera consigo la muerte, esta vez no sentida con miedo sino como la ansiosa salida a tanto vacío.

La joven quien tardaba en dormirse había escuchado cada uno de sus suspiros y decidió levantarse para ver qué ocurría. Al entrar a la habitación encontró la fragilidad y nostalgia hecha mujer. Se sentó a su lado, la abrazó fuertemente y con sus manos limpió aquel hermoso rostro empapado. Ambas sonrieron ante la suerte compartida y manteniendo aquel abrazo se acostaron juntas sin decir palabra alguna. Había pasado mucho tiempo desde que sintió otro cuerpo junto al suyo. Ver a aquella joven le recordó cuando era la madre de esta, siendo ambas unas niñas, se metía miedosa en su la cama en las noches frías de colegio. Ante el recuerdo empezó a acariciar los cabellos de la chica mientras sentía como ella hundía su nariz en su pecho para olerlo. Unos labios cálidos se posaron en los suyos. Ante la sorpresa del beso llegaron nuevas nostalgias olvidadas. Ambas mujeres se sintieron crecer bajo las sabanas, mientras la piel dormida se despertaba ante las caricias nuevas. Un silencio casi etéreo entró por la ventana, ya nada quedaba de aquella servidumbre que era el recuerdo.

3 Íncubos o Súcubos:

J. L. Maldonado dijo...

Estupendo. A medida que avanzaba me fui intuyendo el final, pero a retazos me dije que no era posible. Y fíjate, me sorprendí no ante la intuición sino por el tobogán en que uno se lanza. Gusto leerte.

Francisco Pereira dijo...

Balsamo para la soledad...

Rebecca dijo...

Intenso...
me atrapaste Aspasia