Cargo una melancolía de huesos,
dura y pesimista,
escondida bajo las uñas,
de esas que obliga a llevar
las manos en los bolsillos.
Sueño.
Hasta parece que huye
en el agua que escupo,
en el cigarro que fumo.
Pero no,
continúa ahí, latente,
asechando tras cada pliegue,
dispuesta a reaparecer.
Temo.
Aprieto fuertemente los puños;
si no ha de soltarse
por lo menos puedo ahogarla.
Tomo las calles.
A la melancolía hay que cansarla,
ponerla a dieta,
comprarle ropa,
llevarla al psicólogo.
Duele.
Ni muere ni cambia de look.
Produce cólicos de llanto,
espasmos de sentires,
fiebre de recuerdos,
dolores prementales.
Para espantarla coloco compresas
de piel caliente sobre la espalda,
tomo infusiones de fe,
de lo que puedo haber sido y no fue,
entono oraciones de culpa,
resignación y perdón.
Nada.
Sólo olvido.
ASPASIA